Estación sin retorno ©


Ben Bustillo – Prohibited its reproduction

Son las seis de la mañana y el despertador no sonó, pero el interno del cuerpo está acostumbrado hacerlo a la misma hora. Lo ha estado por los últimos cincuenta años convirtiéndolo en una costumbre rutinaria, como la es el de poner la alarma al reloj cada noche antes de irme a dormir a pesar de que sé que no la voy a necesitar. Creo que cuando no suena es porque olvidé ponerla la noche anterior, pero que más da. Al fin y al cabo voy a continuar haciendo lo mismo cada día al levantarme de la cama.
Luego de ir al baño, preparo mi café y las medicinas para la presión. Estos médicos jóvenes que asignan los consultorios no creo que lean como recetar a sus pacientes. En el Internet encontré que era mejor dividir las medicinas durante el día para controlar la presión emitida por la Clínica Mayo. Por eso en la mañana tomo una, al medio día otra y al anochecer las últimas. Estas son mejores a esta hora, porque previene un ataque al corazón, que normalmente suceden durante el sueño.
A pesar de mi cansancio por la vida, aún tomaba precauciones para su alargamiento. Paradójico, pero esas eran las enseñanzas radicadas en los cajones cerebrales de la memoria.
El café cotidiano terminó de despertarme y comencé a leer las noticias de Colombia. Eran cuatro o cinco periódicos y dos o tres revistas. A pesar de estar viviendo físicamente por más de treinta y cinco años en Los Ángeles, mi espíritu permanecía en Barranquilla. Ni gringo ni colombiano cien por ciento iba a ser. Era una mezcla de las dos naciones sin nunca poder volver a ser ni de allá ni de acá. Lo más extraño es que después de estar por varios años pendiente de las noticias locales de este mi terruño ahora, ya no me interesaban más. Solo las de Colombia, pero no me interesaba vivir todo el tiempo por allá. Acá tenía a mis hijos y nietos.
Luego de leer los sucesos, era la hora de bañarme. Arreglarme y prepararme para salir a la estación. Quedaba a unas cuantas cuadras de la casa, me iba en la Silverado, y la dejaba en el parqueadero. Luego me sentaba a esperar. Los vehículos provenían de ambas direcciones. “Cielo ruta # 85 con pecadillos, leía uno de los letreros”; “ Infierno #199 con regreso, decía otro.” Así eran todos mis días por la mañana. Siempre me iba a esperar el vehículo que me iba a llevar a mi destino final. Diez años esperando ese día, y nada que llegaba.
No puedo decir que estaba cansado de esperar. Había días de jolgorio celestial para mi espíritu todas las semanas los jueves y los viernes. Aveces pensaba que esa llenura pacífica era parte de la expectativa del destino final; pero de vez en cuando me subía en uno de los vehículos. Una vez me subí en un de ellos donde el rótulo rezaba “infierno final sin posibilidad de regreso”. Busqué mi asiento, me acomodé y apliqué la resignación total. Pero el transbordador no se movía. De pronto se escuchó la voz del conductor al final del vacío pasillo con tenebrosa voz, “el pasajero en el puesto número cuarenta y nueve, favor de bajarse; este no es su día”. Al revisar los dígitos de mi asiento, noté que se refería a mí. Me bajé, presencié su partida y en mis oídos resonaban los lamentos de los cristianos arrepentidos en el momento equivocado.
Será que me toca el cielo, pensé. Pero como no era mi día, regresé a mi casa a continuar con la rutina de la vida. Comencé a preparar el almuerzo, sopa de salmón con camarones, arroz con cucayo, guineo y papa. Todos los alimentos ayudarían al cuerpo a la prolongación de otro ciclo rutinario. Adelanté unas vueltas, leí los periódicos nuevamente, hice unas cuantas investigaciones en el Internet y a continuar la carcelaria rutina de la cama y de mirar televisión. Por lo menos me dormía riendo, pues mis programas favoritos eran las comedias.
Al otro día esperando en la estación, me subí a uno que aparentemente iba para el “cielo preventivo”. Vuelvo y me siento al lado de una ventanilla para mirar el escenario en el viaje. En otros de los puestos se encontraban unas personas murmurando entre sí, “el descaro del bloguero, cree que lo van a aceptar”.  Esta vez fue una voz angelical quien me pidió desalojar el ámbito. “No es su día, señor”.
Si del cielo y del infierno me habían hecho bajar con la excusa de que no era mi día, pensé que a lo mejor me iba tocar ir al purgatorio a purgar quién sabe qué. Pero me dije a mí mismo, “si para allá me toca ir, pues a subirme en el próximo”. Pero igual me hicieron bajar, “no es su día”.
Así pasaron varios episodios porque rehusé aceptar esa simple frase de no ser mi día. Trataré y trataré hasta que se cansen y me acepten en cualquiera de ellos no importaba adonde se dirigiese. La cuestión era irme, pero nunca fui aceptado.
En una profunda retro inspección, determiné que ninguno de esos vehículos era para mí. Mi destino era otro y esos lugares solo pertenecían a quienes dentro de sus fantasías habían construido sus lechos finales. Al llegar a esa conclusión, los vehículos comenzaron a desaparecer diluyéndose entre el espacio vacío y las conformaciones de las sombras intrascendentes de lo inexistente conglomerado con los fervores de la ignorancia.
Lo que había era una ausencia de cielo, falta de infierno, y era la nada en lo absoluto... La estación, quedó vacía...

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