Una Historia Nunca Dicha ©
Ben
Bustillo – Prohibited its reproduction
En un día de invierno mi familia y yo nos encontrábamos en la finca cerca a Juan Mina sentados
alrededor de la puerta principal en la terraza que rodeaba toda la casa,
hablando banalidades y de los planes que teníamos para cuando cayera la noche.
Los carros estacionados bajo el viejo y frondoso árbol de almendra roñoso y plagado nos guiñaban a mí y a mi
hermano con sus luces apagadas tentando nuestros deseos juveniles. Uno de los
carros era más nuevo, el jeep, y ofrecía más intimidad con las novias. El otro,
la camioneta más vieja y su cabina más reducida e incómoda. Ambos queríamos el jeep
esa noche.
Los viejos iban a pasar otra noche más en donde era ya su residencia. La casa era cómoda, y ahí
se habían refugiado para sobrellevar los ataques cardíacos que había sufrido mi
papá. Mamá era el prototipo de la mujer pueblerina sujeta al machismo del único hijo varón nacido y criado en un pueblo pequeño de Bolívar de padres ricos, pero era solo cuando
ella quería. Su carácter cuando aparecía, intimidaba a quien quiera que fuese su contrincante.
Esta vez, las circunstancias eran otras y debía ser sumisa accediendo a
todas las necedades que conllevaba la enfermedad de su esposo de veintisiete años. Mi papá era terco y
necio. Algunas veces demasiado, pero nuestra juventud no entendía de esto y la
indiferencia era a lo mejor un reflejo del cansancio que mi mamá mostraba, no
solo por el marido, sino también por su enfermedad. Cuando le diagnosticaron que padecía del corazón dejó de fumar cigarrillos inmediatamente. Le tenía amor a la vida e imaginaba su vejez caminando con un bastón jugando con los nietos.
Al ver que las discusiones entre mi hermano y yo tomaban un
tono fuera de control el viejo intercedió y prohibió el uso de los vehículos. Sin
pensarlo dos veces, comencé a caminar y a alejarme de la casa. Cuando estaba lo
suficientemente lejos, encendí un cigarrillo de marihuana y me sumergí en el
pensamiento de la vida, en los colores grises que se formaban en el espacio
frío y la oscuridad mezclándose con el tono rojizo por el ocaso de la tarde. Las
figuras geométricas y esotéricas normalmente eran espectaculares y con los efectos del cigarrillo,
surgían como figuras celestiales entrelazando existencialismos con definiciones filosóficas capaces de definir verdades.
La finca tenía varias divisiones; en una, había caballos cerreros
huyendo porque los querían vacunar y herrar; en otra, unas vacas pacían con sus
crías mirando al cielo como pidiendo misericordia por pecados no cometidos, y otras caminaban lentamente
buscando donde refugiarse para evadir rayos y centellas anunciados por las
trompetas del dios de la lluvia. Las hortalizas cubiertas de col, zanahorias,
pimentones, cebollín, cilantro y rábanos, ansiosamente esperaban su maná que
bajara de las nubes que la divinidad imaginada mandaba para aumentar su contribución a la
humanidad y al ambiente.
Los árboles de naranja, ciruela, coco, guayaba, anones, guanábanos,
marañones y nísperos, se mecían con el viento suave que traía voces de fantasmas idos. Decían los moradores del área que los espíritus de los muertos aprovechaban al
viento para moverse de lugares y atormentar nuevas almas creyentes que se dejaran guiar para
buscar guacas enterradas por sus antecesores.
Las abejas, volaban espantadas y cegadas por las indicaciones de la
lluvia que la naturaleza les anunciaba. Querían llegar rápido a sus colmenares
tratando de no tropezar con las notas musicales de las diosas envueltas con el
fulgor de los rayos del sol estremecidos por el frío viento que corría por el
valle.
Yo me dirigía al horno de ladrillos que estaba como a 20 minutos de la
casa caminando; acercándome divisé a los trabajadores sacando barro del jagüey,
cargándolo hacia la choza con techo de paja que era movido por las ramas de los
árboles; ahí se refugiaban de la lluvia y ponían el barro en los moldes para protegerlos del agua que comenzaba a desparramarse en abundancia lentamente; el fuego del horno chispeaba con cada gota que entraba en su recinto
formando sonidos que asemejaban un coro de niños cantando canciones de cuna.
Al comenzar a llover tan fuerte y tan rápido, el agua de los jagüeyes
desbordaba riachuelos llenos de pescados; las gotas de lluvia bajaban de
hoja en hoja formando un arco iris al tropezar con rayos de sol en su caída,
deteniendo su prisa de besar la arena y fermentar vidas compuestas por hojas
disecadas que surgían como engendros impregnados al contacto del ambiente.
Cuando salí de la casa huyendo de las voces de mi hermano y mi papá sus
sonidos resonaban como lamentos formados por llantos de amarguras revueltas con
frustración; el rechazo entre los dos se había hecho más vehemente y ofensivo perdiendo el respeto mutuo motivado por las maquiavélicas palabras que surgían
rencorosamente.
Bajo la influencia de la marihuana y con el pelo chorreando gotas de
aguas confundidas con lágrimas de despecho por mi rostro, enfrente al horno de ladrillos me
involucré con el trabajo asegurándome que tuviesen la cantidad de
barro necesaria y trayendo leña al horno para que no se apagara. Cada vez
que arrojaba un trozo nuevo, las llamas saltaban cristalizando colores al
unirse con el diluvio testigo del acoplamiento.
En la lejanía escuché mi nombre que a gritos recorría los ecos de los
espacios vacíos entre los árboles viajando a la necesidad del tiempo. El tono
era desesperado y angustiado salido de gargantas profundas como si surgieran de
grutas de eras griegas esópicas. Comencé a correr de regreso a la casa con
desespero, haciendo mis pasos más largos ruidosamente chapoteando y destruyendo
lo que encontraba en mi recorrido.
Al irme acercando a la casa el sonido de los gritos irrumpía la lluvia y
el viento convirtiéndolos en lamentos de querubines perversos acechando la
muerte.
“Tú no estás enfermo”, gritaba la voz de mi hermano protestando por no
dejarlo utilizar el jeep para irse a la ciudad, “es una mentira para obligarme a quedar en la casa.” Las vulgaridades cruzaron las fronteras de
compostura, y en un siniestro momento, poco a poco mi padre fue doblando sus
rodillas; y antes de tocar el suelo, alcancé a auxiliarlo reposando su cuerpo
sobre mis brazos; su cuerpo soltó sus fluidos y en el medio de esa casi selva,
mezclada con los mugidos del ganado, el relinche de caballos y gallinas
cacareando, la voz de mi padre se fue apagando lentamente usando un último
suspiro para sellar su fin en medio de
truenos y centellas anunciando la apertura de los cielos infernales
adonde su espíritu se dirigía. A los pocos segundos solo quedó el susurro de
las gotas golpeando fuertemente nuestras cabezas, el suelo y el techo de la
casa.
No voces, no llantos, solo un respiro de alivio envuelto de reproches
silenciosos y miradas acusadoras, la figura de mi madre quedó en forma de una
estatua bíblica, inmovible. Mis manos sosteniendo la cabeza de mi padre
moribundo contemplando hacia el infinito saber de la muerte, y mi hermano, sin
mirar hacia atrás, con su cabeza gacha desapareció confundiéndose con la lluvia y la neblina asimilando la partida del ángel maligno despojado de sus alas para nunca volver...
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