El Milagro Convertido en Perversidad ©
Ben
Bustillo – Prohibited its reproduction
Las enseñanzas pueblerinas, el mito de la religión y su práctica era el
desayuno de las familias migradas a las grandes ciudades. En los finales de los
años cuarentas, Barranquilla era una ciudad grande, como lo es ahora, una de
las principales del país. Los viejos, con escasa educación colegial pero
suficiente para sobrevivir las luces de la ciudad perdida, se mudaron a ella
para educar mejor a sus hijos. Esa era la costumbre, como me imagino que es
ahora para otras familias de diferentes lugares del mundo.
Dentro de las costumbres, ser amigos de los curas creaba un estatus
social prominente con el vecindario. Eso fue algo que ellos hicieron
inmediatamente al situarse en su nueva posición ante los familiares dejados
atrás en el pueblito de escasos habitantes donde se conocían todos los
pecadillos desde las generaciones de los abuelos de los abuelos.
Nos hacían ir a misa todos los domingos, confesarnos y comulgar. Era
ritual y obligatorio si mis hermanos y yo queríamos ir a vespertina al “teatro
Delicias” situado en la calle setenta y dos con la carrera cuarenta y uno. Las
mujeres eran harina de otro costal, amarradas como las gallinas. Los hombres,
sueltos como los gallos. Las tenían internas, en colegio de monjas y nosotros
en colegio de curas.
El colegio San Francisco quedaba en el mismo barrio en que vivíamos,
Delicias, y mis padres se hicieron miembros de la orden terciaria franciscana.
Tenían sus reuniones, el rector del colegio tenía un proyector de películas y
éramos invitados frecuentemente a mirar películas con toda la familia.
Especialmente, cuando mis hermanas salían del internado, los fines de semana.
Con todo ese enredo de las visitas sociales, la frecuencia y constante
visita de ambos lados terminó con el rector enamorando a una de mis hermanas,
usándome a mí como mensajero de ambos lados.
La desaparición de dinero del bolsillo de mi papá era a menudo y lo
hacían todos mis hermanos, mi mamá y hasta el servicio, ahora me pone a pensar.
Menos yo. Siempre he vivido elevado en una esfera de burbuja que nunca ha
permitido una inmersión en el deambular común.
Un día, común y corriente, creo que el bolsillo de mi papá fue visitado
por todos sus moradores, que la pérdida fue suficiente para comenzar a
esculcarnos a todos los miembros de la casa, hijos, esposa y servicio. En mi
bolsillo, ya mi hermana había puesto un mensaje para su querido cura, y cuando
me tocó el turno de ser revisado, mi papá encontró el mensaje. Lo leyó, se le
cayó la cara al suelo, y comenzó el derrumbe de las columnas que sostenía un
núcleo mal fabricado en bases de barro sin suficiente ligamiento capaz de
soportar el peso total del edificio.
Nadie fue al colegio ese día, a todos los encerraron en sus habitaciones
y a mí me embarcaron en la camioneta y me llevó a la finca. Una vez nos
bajamos, entramos a la casa de los trabajadores, y sacó mi papá el látigo que
usaba cuando montaba a caballo para apresurar su cabalgata, comenzando a darme
por todas partes de mi cuerpo con una cizaña nacida del pecado de su
ignorancia. “¡Maldito!” Me gritaba con su voz ronca y enfurecida, “hijo de
puta”, continuaban mis oídos escuchando sus maldiciones y mi cuerpo recibiendo
golpes por todos lados rompiendo mi carne nueva y fresca de niño sin saber
cuales eran las razones de ese maltrato.
Cuando ya casi en el suelo y sin fuerzas para correr o tratar de
protegerme, el capataz agarró el brazo de mi papá quitándole el látigo y paró
la golpiza. De inmediato, sacó el revólver que siempre cargaba, un colt 38, y
apuntó al trabajador gritándole que no se metiera, que ese era mi castigo por
haber desgraciado su familia con mi pecado mortal. “Voy a irme al infierno”,
pensé inmediatamente, “pequé mortalmente y ese es mi destino final”. Pero
cincuenta y seis, cincuenta y ocho años después, todavía no he podido entender
cuál fue mi pecado. El simple hecho de llevar mensajes que nunca leí del cual
como soborno recibía una gaseosa en el recreo del colegio consistía mi pecado
mortal merecedor del infierno.
Como a los dos días de la golpiza, estábamos en la casa que tenía una
terraza grande trasera y un patio inmenso, cuando una de las vecinas entró,
saludó y secretamente le comentó que todo el barrio ya conocía lo del romance.
Al salir la mensajera, mi mamá se devuelve contra mí, se quita una chancleta,
recuesta mi cabeza a una banca que teníamos en la terraza y comenzó a darme en
la cabeza y la cara con la chancleta. No explicaciones de ninguna clase, era yo
quien había pecado, no mi hermana.
Debido a ese incidente, nos sacaron del colegio San Francisco y nos
pusieron en el Sagrado Corazón. Este quedaba más lejos, las reglas continuaron
siendo las mismas, misa, confesión, comunión en el colegio y catecismo en el
seminario.
El bus del colegio nos recogía hasta para llevarnos a misa los domingos.
Un domingo cualquiera, nos dejó el bus. El castigo fue que nos tuvimos que ir a
pie desde la carrera cuarenta hasta la carrera setenta y cuatro. En el camino,
le rezaba a Dios que me dejara encontrar tirado en la calle diez centavos para
irme en bus. Era tanta la intensidad de mi oración, que ni me di cuenta que ya
había llegado al colegio. Entré a la capilla, me senté en mi puesto y me
arrodillaba cada vez que me tocaba hacerlo.
Pero siempre que entraba a una iglesia, a esa edad tan temprana, me
invadía un sueño sexual con imaginaciones de estar teniendo sexo con diez
mujeres a la vez, y las penetraba a todas en fila. Siempre cambiaban las
imágenes; unas veces eran las vírgenes que habían subido al reino de los cielos
las que me visitaban en los recintos sacros donde lavaban los pecados veniales
que predicaban los curas malignos.
Ese domingo regresamos en bus a la casa, y como pudimos escuchar la
santa misa, confesarnos y comulgar, nos permitieron ir al catecismo del
seminario. De la cuadra de la casa nos íbamos caminando varios niños. Para
cortar camino, nos atravesábamos los patios del Colegio San José, que todavía
andaba en construcción. Jugando, corriendo, tirando piedras a pájaros, en la
mitad del recorrido, me agacho a recoger un guijarro, cuando me encuentro dos
billetes de a diez pesos doblados en cuatro, uno dentro del otro. Al principio
creí que era un solo billete. Pero al abrirlo, encontré a los dos. El milagro
se había realizado. No fueron los diez centavos que rogaba para irme en bus,
fueron veinte pesos que en los años cincuenta y cinco, o seis, o siete, era un
dineral. Mis oraciones habían pagado su fruto, Dios fue misericordioso conmigo
y premió mi devoción.
Cuando comencé a gozar de la bonanza, invité a varios amigos a la
vespertina del Delicias; fui a pedir permiso a sus padres diciendo que yo los
invitaba, y la fama de mi riqueza se regó por todas partes llegando a oídos de
mis papás. Pero a ellos les había llegado de una forma diferente. Les habían
dicho que habían visto al cura del San Francisco pasar en su carro por la
esquina de la casa, y que él era quien me había dado el dinero. “¡Falso!”
Gritaba llorando, “no es cierto”. “Dios me lo dio como premio a mi oración”.
Nada los convenció. Me quitaron el dinero, no hubo vespertina y me
encerraron en el cuarto por varios días, no iba al colegio, y solo me dejaban
salir a comer a la mesa, después que todos habían terminado de comer. No me
podía sentar a la mesa cuando mi padres estaban sentado ante ella. Así pasaron
varias semanas convirtiendo el milagro de mi oración, en un acto perverso
provocado por las actuaciones de un cura con unos padres enfrascados en un
viaje de desdeño, reproche y vergüenza. Los veinte pesos que habían formado mi puente
de comunicación con Dios, fue destruido por su incapacidad ante los demonios, el
cura pervertido y la ignorancia de mis padres.
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